Un jardÃn en el patio trasero
09 de noviembre de 2024
Estados Unidos fue a las urnas un martes, votaron algunos y nadie les reclama resultados oficiales para saber que, en unos meses, alguien que no es el voto popular va a definir que gobernará Donald Trump por los próximos años. Vulgaridades en la metrópoli admirada por una clase polÃtica que se ofrece expectante para administrar la colonia.
En plena decadencia, Estados Unidos ha decidido reafirmarse a sí mismo. A su identidad, a sus orígenes, a los gérmenes de esa patología que los transforma en destinados por la providencia a plagar América de miserias en nombre de la libertad, como enseñaba el gran Simón Bolivar.
En el triunfo de Donald Trump queda expuesto el nervio ideológico del sector que compone la efectiva realidad de una población que Hollywood pretende exhibir como marginal, pero sigue siendo la locomotora del sentido común norteamericano. Redneck, whitetrash o cualquiera sea la denominación que se pretenda para ese motor de la idiosincracia estadounidense.
“Defienden que la ley de Dios está por encima de la Constitución. Son patriotas amantes a ultranza de su país. Fanáticos de las armas, y partidarios de usarlas en defensa propia antes que de llamar a la policía. Convencidos de la inferioridad de los naturales de otras naciones. Seguidores de una fe que predica que el hombre pobre lo es por no esforzarse lo suficiente, o por ser idiota. Y también que todo pobre está en camino de ser rico. Por último, pero no menos importante, que viven en el único país libre y desarrollado de este mundo: los Estados Unidos de América” sintetiza la caricatura el escritor español Martín Sacristán.
Donald Trump es presidente de un Estados Unidos real. Llegó al gobierno hablando de patriotismo, prometió la rápida y efectiva expulsión de inmigrantes hasta el punto de conquistar a los inmigrantes que se sienten a salvo, reafirmó el muro con México que protege las tierras ocupadas de sus legítimos dueños, propuso aranceles por doquier a todo producto que ingrese del extranjero y con ello, la reapertura de fábricas y puestos de trabajo para ese Estados Unidos real, efectivo y mayotario que vive con nostalgia los puestos de trabajo que antes ocupaban los redneck para salir de abajo del sol.
Ni Trump ni Kamala Harris, ni Biden, ni nadie que pretenda encabezar la fallida democracia norteamericana hubiera permitido que la retórica de Trump o las acciones del último gobierno democrata en lo que respecta a protagonismo del Estado y generación de trabajo genunio, proliferaran en el extranjero. Menos aún en los territorios que consideran sus colonias.
En definitiva, el problema de las naciones al sur del Río Bravo no son ni los demócratas, ni los republicanos. Nuestro problema son los Estados Unidos de América.
Un despojo llamado Occidente
Occidente colectivo es la denominación con la que se pretende graficar el área de influencia de Estados Unidos. Un concepto ambiguo forjado al calor del colonialismo que se pretende lo suficientemente flexible para abarcar territorios tan distantes como Europa, América Latina, Australia o, incluso, Japón según quien lo explique.
Occidente es lo que Estados Unidos, Israel y Gran Bretaña necesitan que sea en cada momento de reafirmación de su pretensión hegemónica. Esas usinas de propalación de sentido, han pretendido que el mundo les reconozca ser los promotores y defensores de valores incuestionables como la democracia, la libertad y los derechos humanos. Su retórica obscena siempre ha permanecido al amparo de la vergüenza al cotejarse con la realidad efectiva de crueldad sembrada a su paso.
Sin embargo, mas allá de la permanente crisis de sentido que atraviesan el conjunto de sus valores altisonantes, lo cierto es que vivimos un tiempo de particular exhibición del colapso moral y ético de aquellos defensores de esos valores.
Ayer nomás, Israel bombardeó un Hospital de la ONU para mostrar músculo frente a la crisis intestina que rodea la derrota bélica y política que padece los delirios de Benjamín Netanyahu; al mismo tiempo, simpatizantes sionistas del club de fútbol Maccabi montaban un show en Holanda; arrancaban banderas palestinas y cantaban consignas celebrando el genocidio de los pueblos musulmanes, lo que derivó en una fuerte represalia de la hinchada holandesa.
Demás está decir que las crónicas occidentales depositaron los ojos en las reyertas callejeras en los países bajos, silenciando el nuevo capítulo del genocidio en Gaza y el Líbano. La bancarrota ética y moral de aquellos valores que pretendían constitutivos de la civilización a su amparo, atraviesan un tiempo de particular dramatismo, y dejan al descubierto la construcción de sentido que dinamizan sus propaladoras culturales.
“La pregunta es si América Latina se dejará arrastrar a esa bancarrota, como acompañante subordinado de una cofradía occidental en la que le forzaron a estar, o se sacudirá por siempre del vasallaje cultural colonizado, y reclamará para sí el ser otra cosa, de herencias múltiples, y cuyos horizontes de liberación no son la suma de herencias raigales o impuestas, sino la emergencia de una forma nueva de ver lo liberador y lo liberado” se pregunta el profesor cubano, Ernesto Estévez Rams.
Y abrir una pequeña cerradura al esbozo de una respuesta, nos ofrece un oscuro panorama a la hora de pensar nuestro aporte nacional a esa enorme tarea liberadora que ocupa las urgencias y demandas de los pueblos de nuestra américa.
Los idiotas y los no tanto
Una caterva de pelotudos a sueldo del circo de subnormales que ocupa las instancias ejecutivas de la administración gubernamental, aparecieron vestidos con corbatas rojas para celebrar el triunfo de Donald Trump.
Hasta hace muy poco tiempo, ser cipayo era un atributo que demandaba ser ocultado para hacer política en nuestro país. El ritmo vertiginoso en el que se materializaron algunas transformaciones han facilitado que en la más absoluta indiferencia se celebre el colonialismo, la riqueza en manos de una minoría, la miseria expandida en clave de mayoría, el individualismo como cultura para la organización social y la idiotez e ignorancia como atributo humano destacable.
El gobierno actual, es la consecuencia de una democracia fallida, su apología de la libertad es un producto de la manipulación conceptual a la que condenó occidente un término llamado a exponer las rotas cadenas y que hoy cristaliza la arrogancia prepotente de una nueva clase dominante inculta, parasitaria y propaladora de una brutalidad que atrasa siglos.
En ese ritmo vertiginoso, vale reconocerlo también, en el peronismo fuimos poniendo un grano de arena en el deterioro del tiempo actual.
Como fuerza política capaz de catalizar los objetivos de liberación nacional para la justicia social, fue albergando en forma acrítica y con cada vez menos tensión interna a dirigentes capaces de posar alegremente en la embajada de Estados Unidos como síntoma de un falso pragmatismo que, en términos prácticos, es instrumento de subordinación ideológica a la colonia que otros celebran.
Como un jardín florecido en el patio trasero de los intereses geopolíticos de Estados Unidos, la clase política se exhibe de múltiples colores para ser la efectiva realizadora local de las necesidades y urgencias que se propone ese Occidente en decadencia.
La desertificación ideologica, la cobardía en la acción política, la exaltación de las formas y los modos aplacados para tensionar intereses, las vergüenzas y desvergüenzas a la hora de exponer límites, contradicciones, agachadas y traiciones aparecen con más habitualidad que la vocación de reivindicar convicciones, militancia colectiva y construir tensiones efectivas en la resistencia ante el oscurantismo que deja un tendal de sacrificios populares a su paso.
Para esa clase política, hay atributos sagrados que no se cuestionan. Hay elementos en el debate y la acción política que hacen a su particular tránsito sin sobresaltos, que no merecen ser cuestionados. Algunos, además, pretenden se los reivindiquen con un sentido absolutamente antagónico a lo que estaban llamados a expresar.
La democracia, que en éstas latitudes habrá de cumplir el cuarenta y un aniversario de su recuperación en apenas un mes, empieza a dejar de ser un valor exportable por aquellos que jamás le confiaron al sufragio las formas de organizar políticamente una Nación. Y aún así, la adicción al sufragio de una clase política que vive de su autopromoción desvergonzada, pretende sostenerla en forma acrítica hasta el paroxismo de su inutilidad, apenas por temor o pereza a discutir seriamente un modelo efectivo de organización para la planificación nacional.
Los derechos que goza una minoría privilgiada, siguen exaltando la propaganda de esas fuerzas políticas que conquistaron tutelas y garantías en la medida que trajera aparejado el mínimo conflicto y no incomodara a los dueños de todas las otras cosas. Y aún así, se pretende que la mayoría que no tiene tiempo, economía, vida y condiciones para gozar de esos derechos, ofrende su vida en pos de asegurarlos para usufructo ajeno.
La libertad de elegir el botón que presionar en un teléfono inteligente, la porción del cerebro que sacrificamos en el altar de la automatización de la inteligencia artificial y la rutina del intercambio virtualizado hasta el límite de no llegar jamás a discutir una idea en persona entre representantes y representados, sigue acompañando la cómoda existencia de la política expresada en clave de la acción individual y secreta de enfrentarse a la boca de una urna.
Cuando la oscuridad acecha al futuro, y el espejo retrovisor nos devuelve más demanda de autocrítica que insistencia en el autoelogio, es tiempo de empezar a cuestionarse todo, para refundar lo mejor del tiempo acumulado en clave genuinamente revolucionaria.
Es tiempo de volver a encontrar las pistas en la mayoría que aún apuesta a lo comunitario y colectivo como forma de supervivencia en los tiempos de anomia política. Es tiempo de reflexiones peligrosas, aunque el status quo se alarme ante el peligro de sufrir un cuestionamiento en su método de reproducción agotadora.
Es tiempo de arrancar las flores necesarias de un jardín que es nuestro, y devolverlas bien lejos del patio trasero de aquellos que se pensaron durante décadas como dueños de nuestra historia, nuestra existencia y nuestro destino.
Lejos de la oscuridad que amenaza el futuro.
Y bien cerca de nuestra gente, ahí donde da el sol.