Los desafÃos para el Estado presente
09 de noviembre de 2024
Apuntes para reflexionar al pulso de la crisis y sus necesarias respuestas. Otro aporte de Enrique Mario MartÃnez, desde Las Tres Consignas, plataforma para un debate profundo e indispensable.
Más que la teoría previa, es la práctica de los gobiernos que se pusieron sus crisis nacionales al hombro la que construye luego una teoría del estado presente, en cada país, teoría con la cual busca y cree superar el desgaste del tiempo.
En la economía de posguerra de EEUU, por ejemplo, el estado presente fue la continuidad del sistema construído luego de la mayor crisis bursátil conocida hasta entonces, la de 1929, con matices.
Se basó en cubrir la debilidad de la inversión privada con inversión pública de infraestructura, que reactivara la demanda global y a la vez sirviera de contención laboral a grandes masas de desocupados generados por la crisis previa o a los contingentes de soldados que volvían de la guerra.
En 1945, la concentración en EEUU de más de la mitad de la capacidad productiva mundial, agregó otro matiz. Se sumó la necesaria reactivación de las economías de Europa y Japón, como componentes obligados para que el tren del capitalismo tomara velocidad.
Con todos los conflictos de intereses a administrar en la escala global a medida que Europa y Japón iban tomando capacidad de decidir por sí mismos, la lógica del Estado como inversor de última instancia, para promover el crecimiento general y buscar los caminos para una mayor equidad, funcionó por más de 30 años, hasta las postrimerías del gobierno de James Carter.
Antes de eso, presidentes demócratas o republicanos se consideraron keynesianos sin pudor alguno. Las diferencias programáticas no pasaban por la teoría económica de base.
¿Qué pasó?
Que el capitalismo siguió su camino de generar excedentes financieros por sobre la capacidad del sistema productivo de realizar inversiones.
Que los poseedores de esos excedentes acumularon poder en el proceso de concentración también inexorable del capitalismo de mercado, hasta invadir progresivamente los espacios de decisión política.
El poder financiero, en consecuencia, peleó y ganó la hegemonía pujando contra quienes se dedicaban solo a producir bienes y servicios.
Ganar dinero sin producir ningún objeto tangible pasó a ser una meta más y más difundida.
Las objeciones éticas a esta actividad se salvaron de la manera inteligente, aunque perversa, en que el poder lo puede hacer: convirtiendo a la moneda en un elemento independiente de la capacidad humana de controlar su propia vida; construyendo al monetarismo como condicionante central del tejido social.
En ese momento, hacia fines de la década de 1970, aparecieron las torturadas preocupaciones institucionales por el déficit fiscal como causa de buena parte de los problemas sociales.
El poder financiero pasó a gobernar.
Se generalizaron las críticas al keynesianismo, por derecha y por izquierda.
Por derecha, por poner el déficit fiscal en un segundo plano.
Por izquierda – esto es importante e interesante para nuestro país – por plantear solo metas de inversión pública e involucrarse en muy escasa medida en la microeconomía productiva, desatendiendo resultados relativos entre estados que llevaban a desocupaciones que cuadruplicaban las de otros ámbitos, fruto de esa falta de análisis fino.
Lo concreto: La teoría dejó de ser válida, porque la realidad cambió. Para peor, quienes estaban a favor de la inequidad que se desprende de la concentración, construyeron rápidamente otra teoría y la consolidaron a tambor batiente, para fortalecer al poder financiero.
Con un apéndice a trasladar a nuestra realidad. En ningún caso, aún con el monetarismo como religión,- hasta hoy – se consideró en EEUU políticamente aceptable que se degradara la condición de vida de fracciones de la población para cumplir una meta macroeconómica. Se asoció y se asocia el déficit fiscal a la inflación y al aumento de la desocupación, pero ningún político de primer nivel del norte sostiene que los parámetros sociales deben deteriorarse para corregir el déficit. Si esto sucede, se considera un fracaso de gestión.
El estado presente en la Argentina
El Estado como actor central en la vida económica, sea produciendo o sea regulando el entramado social es también un concepto que creció y se instaló en la política argentina desde los ´30 del siglo pasado.
Primero, protegiendo a la producción agropecuaria de los vientos mundiales, al crear las Juntas de Granos y de Carnes, respectivamente, durante el gobierno conservador de Agustín P. Justo.
Más tarde, con un cambio fuerte de acento y de dimensión, durante el gobierno de Juan D. Perón entre 1946 y 1955. No describiré aquí el perfil del Estado en ese período. Solo señalo que se ubicó en el centro de la escena, buscando modificar elementos estructurales en la relación entre la producción de bienes y servicios y la ciudadanía.
Se hizo cargo de la prestación de los servicios que son monopolios naturales; nacionalizó la administración de los depósitos bancarios y del comercio exterior; reguló con fuerza las relaciones entre el capital y el trabajo; planificó y ejecutó inédita infraestructura educativa, de salud pública, de transporte naval, de producción y transporte petrolero.
A pesar de lo que se cree, la asistencia social a los desamparados no formó parte central de la batería de ese Estado presente, porque todo lo anterior tuvo efectos expansivos en el volumen de trabajo y en 1955 la desocupación era menor del 3%.
Casi 50 años después, el marco económico que el gobierno de Néstor Kirchner debía comenzar a administrar, era bien diferente.
La hegemonía global de los sectores financieros; el enorme aumento de la injerencia de EEUU en Latinoamérica; la pérdida de independencia económica consiguiente; la baja autonomía tecnológica y por lo tanto la baja productividad media del país, tuvieron como consecuencia, en ese medio siglo, una estratificación muy diferente de la población económicamente activa y de su subjetividad.
Un gobierno que inició su gestión con parámetros sociales muy desfavorables, concentró su iniciativa en reducir la brecha de ingresos, recuperando volumen de clase media, y en contener a los más necesitados, con una batería de medidas asistenciales.
El Estado presente adquirió así una forma bien diferente al que se mencionó más arriba, pudiendo concretar apenas un puñado de cambios estructurales, especialmente en la recuperación de la jubilación pública por el sistema de reparto y la administración estatal de algunas empresas paradigmáticas, como YPF y Aerolíneas Argentinas.
El esfuerzo de recuperación de los ingresos populares alcanzó para que en 2015, la pobreza rondara el 25% y el salario real promedio estuviera levemente por debajo del de 1999. Evaluados en perspectiva a partir de condiciones iniciales muy duras, estos logros deben apreciarse como positivos.
En los 9 años subsiguientes, hasta el presente, no solo se retrocedió en la calidad de los parámetros sociales, sino que se confirmó rotundamente que esa es una grave tendencia estructural fruto de nuestra condición de país dependiente que día a día se acerca a una dimensión neocolonial, donde además la hegemonía económica está en manos de un poder financiero expoliador, que no cree tener límites.
Definir el Estado presente hacia adelante, en tal contexto, no parece posible ni inteligente tratar de hacerlo remitiéndose al Estado de 1955 o de 2015.
Las metas de justicia social podrían ser expresadas en términos similares, pero los instrumentos y los escenarios prácticos deben ser adaptados y en buena medida diseñados desde cero, para aspirar a tener éxito.
Las paritarias libres; la asistencia social criteriosa; la obra pública a demanda federal; la titularidad estatal de algunas áreas de servicios; un mejor cuidado de los ingresos jubilatorios; no es un menú suficiente para reconstruir un futuro de bienestar sustentable para las mayorías.
Cada uno de los ítem mencionados debe ser implementado y ejecutado con eficiencia y vocación de justicia social, por supuesto.
Pero el Estado Presente de mañana debe recuperar las herramientas que permitan aspirar a:
- Eliminar toda subordinación al poder financiero.
- Democratizar el acceso a la tierra, al capital, a la tecnología, a la comercialización de sus productos, para toda la población.
- Tener programas de generación de trabajo productivo para aspirar al pleno empleo, que no dependan exclusivamente del aumento de consumo fruto de la redistribución del ingreso.
- Argentinizar el comercio internacional, incluyendo el transporte de mercaderías.
- Recuperar la capacidad de atender el mercado interno con la transformación de recursos naturales con precios que reflejen los costos reales de producción y una ganancia razonable, sin depender de la evolución de los precios internacionales.
- Controlar todos los monopolios naturales de prestación de servicios públicos.
Estas metas políticas y sociales son básicas para considerarnos un país independiente, dueño de su propio destino y es obvio que no podrán ser alcanzadas operando esencialmente sobre la puja distributiva actual; sobre la asistencia social y sobre la obra pública.
La construcción de los caminos operativos, ítem por ítem, necesitan diseño; modificaciones estructurales significativas; estudios profundos de economía comparada; mirada de mediano y largo plazo.
O sea: Redefinir hasta su base el Estado presente, sin congelar el presente y futuro, por glorificar el pasado.
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